Se ha mecanografiado un crimen

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Que sólo usarán los lápices para dibujar ¡y eso no les parece un crimen!

Medio leí esta tarde un artículo acerca de la última increíblemente avanzada y poco ortodoxa decisión sobre el currículo académico tomada en Finlandia: en otoño de 2016 los niños dejarán de recibir clases de caligrafía para especializarse en estudios mecanográficos. ¿A quién se le ha ido la mano?

Uno de mis más claros recuerdos escolares se remonta a las palmitas que había que dar por cada sílaba de la palabra estudiada, el primer ejemplo fue manzana. Recuerdo también que algunos turnos más tarde tocó una palabra con diptongo o hiato —¡qué cosas! Yo, amante declarada del castellano, decidí entonces que jamás aprendería a diferenciarlos— y el juego de las palmitas se quedó en eso, un lisiado conjunto musical de la mano de pequeñas manos cincoañeras.

Flaco favor le hice al medioambiente cuando, intentando imitar la escritura de mamá y papá, malpinté decenas de folios con infinitos trazos que más tarde identificaría como cadenas de letras e. Cuando al fin supe escribir mi nombre intercalaba aes y cuatros, como si ya entonces pudiese ver las complejas ecuaciones que metafóricamente dibujarían mi vida.

Conforme desarrollaba mis habilidades literarias —por aquel entonces denominadas: delineado y subrayado de ingenuos cuadernillos Rubio (mis más sinceras disculpas por la inevitable tendencia publicitaria) y escritura esporádica de locas historias— alcancé mi primer punto álgido cuando una mañana de sábado escribí mi primer poema a la cada vez menos tierna edad de 9 años. En un ordenador. En un documento Word. Vergonzoso, lo sé.

Lo sé y por eso temo que los «finlandesitos» desconozcan lo que se siente al emborronar la hoja cuando la inspiración te posee y trazas ininteligibles palabras y se te mancha la mano y te quedas sin tinta y caes en la desesperación y sigues escribiendo y se te ocurre algo y lo anotas con una flecha y agregas un dibujo que representa aquellas emociones que el lenguaje nunca podrá plasmar.

Conocerán la suavidad de una pantalla y la música de unas teclas ¿y de qué les servirá? Conocerán cartas de amor electrónicas que no olerán al perfume de su enamorado, que no estarán difuminadas por alguna lágrima. ¿Y qué harán? Posiblemente caerán en que cada vez estamos más conectados y también más separados. Y, ¡qué desgracia!, seguramente habrá alguien ahí mecanografiándolo.

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(A veces) guardiana entre el centeno. (A veces) ingeniera de la prosa. (Todo el tiempo) enamorada de los vocablos complejos y las inasibles gotas de dramatismo que bañan mis descripciones de la realidad.

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