La obesidad de las palabras

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Mountain cats will come to drag away your bones.

Con o sin serif, en negrita, la abusadísima Calibri o la interesante Reswysokr, menor o mayor interlineado, ¡ni hablemos del tamaño! La tipografía da igual. Hablo en términos tecnológicos —¿tecnologicismos?— porque sabemos que la mayoría del tiempo nos comunicamos a través de pantallas que, aun con sus vistosos colores e infinidad de posibilidades personalizables, filtran los sentimientos. Y es que entre tanta personalización nos hemos alienado la personalidad.

Me refiero a las interacciones dos, tres o cuatro punto cero —ya no sé ni por qué número vamos, nosotros: ¡siempre tan avanzados!—, pero hace muchos tuits ya que se dice que las palabras hieren más profundamente que una espada. Y qué verdad.

No hay estadísticas del informe PISA, codiciados conjuros, diccionarios ni psicologías que valgan cuando se trata de afilar los dardos retóricos que con el tesón de los más apasionados guionistas lanzamos. No hay cuerdas vocales ni dedos traviesos incapaces de modelar la más perfecta pieza de nuestro entramado vocabulario.

Y si las miradas matan, ¿qué no hacen las palabras, que nos salen por la boca, nos entran por los oídos y algunos hasta las llevan en el cuerpo impresas?

INTRODUZCA AQUÍ UNA LARGA LISTA DE VERBOS.

Sí, eso hacen las palabras. Lo hacen todo. Caracteres enlazados —latinos, hebreos, cirílicos, jeroglíficos— con la honesta, aunque fallida, pretensión de expresar lo inexpresable. Las palabras, no por su peso en kilobytes, son bien gordas. Y eso es algo que ninguna dieta podrá remediar.

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(A veces) guardiana entre el centeno. (A veces) ingeniera de la prosa. (Todo el tiempo) enamorada de los vocablos complejos y las inasibles gotas de dramatismo que bañan mis descripciones de la realidad.

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